La niña que estaba sentada esperando el bus, aquella que tiene los pies hacia adentro y los dientes un poco torcidos, espera. Esa niña, adolescente en realidad, guardaba en su interior la batalla más grande de todas consigo misma. En sus ojos se refleja su verdadera naturaleza, agonía. Tiene los hombros caídos y aunque hace calor, mangas hasta la mitad de los dedos. Su piel es enserio muy blanca, tal que se le notan las venas y moretones de las piernas. Pero aun así, sigue en pie, peleando.
Esa criatura de apenas unos 15 años está perdiendo, se pierde cada vez más en el mundo.
Una parte de ella desea darle fin, acabar con todo el dolor y no en cuotas. Quiere cortar el pequeño hilo de esperanza que la encadena a quedarse y aguantar. Dejar de soñar que algún día las cosas serán diferentes, y terminar por despertarse acorralada.
Y la otra mínima parte quiere confía en que las cosas mejorarán. Se dice a sí misma que pronto alguien llegará a salvarla. Alguien verá sus alas rotas y la sanará. Piensa que es cuestión de tiempo. Tiempo en el que tendrá que ser fuerte para volver a vivir.
Una bella lágrima recorre el rostro de esta joven luchadora, pues ha tomado una decisión después de tanto tiempo. Un suspiro, un paso hacia adelante y un Adiós suena de sus labios. Cierra los ojos y el tiempo se congela. En esas milésimas de segundos, los hechos más importantes de su vida transcurren frente a sus ojos; y en ellos, escucha una voz que la hace sonreír.
Ya es tarde, perdí; gracias . —Contestó ella mientras el viento acariciaba su cuerpo
Y se abalanzó sobre el vehículo.
El hecho resonó en el silencio.
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