Hay una navaja afilada encima de la mesa, están todos durmiendo. La música suena fuerte en mis oídos y me resisto de hacerlo. Quiero sanar, necesito sanar.
Con su recuerdo en el corazón, me rehúso a matar carne y el tiempo sigue. No cierro los ojos por miedo a perderme en la oscuridad. El miedo me desea y yo lo deseo a él.
Los gritos empiezan y cada palabra es una daga clavándose más y más profundamente en mi pecho. Mis lágrimas acarician mi rostro y mis rodillas siente el frío del piso. Todo se vuelve nubloso. Estoy sola de nuevo. Grito, grito lo más fuerte que puedo, y desde luego, lloro.
Era tanto el dolor que en un segundo se desvaneció, o yo me desvanecí, no tengo idea. Pero me veía desde lejos, muriendo, arrodillada, agonizando, golpeando mis piernas con la poca fuerza que tenía; era desgarrador. No parecía yo, ella no era yo. Yo nunca llegaría a ese punto, no soy como esa estúpida chica. Seguí observando como se desgarraba la garganta hasta que desfalleció en el suelo.
Tragué saliva.
¿Había muerto?
No.
La puerta se abrió de repente y lo vi entrar.
Un chico alto, no demasiado, pero más alto que yo. Tenía el cabello corto y de un hermoso color castaño. Sus ojos color café que en la oscuridad se asimilaba más a un tono rojizo, sentía que me volvía loca. Sus labios eran de color rosa claro, largos; podría besarlos por horas sin cansarme.
Sus brazos largos, y delineados. Su torso del tamaño perfecto para abrazarlo con mis pequeños brazos. Su abdomen y su panza me habían hecho perderme en lujuria en segundos perdí la inocencia con ellos.
Su sexo era como siempre lo habría imaginado, y aún mejor. Con él me gané el pase directo al inframundo, y no me importaba. No despegué mi vista del él ni por un segundo.
Las piernas largas y delgadas, pero con una gran fuerza en ellas.
Entró a la/mi habitación, la/me miró a los ojos y sonrío. *Aquella chica* se despertó, y empezaron a tocarse. Él a ella y yo a él, o ella a él. Sin decirse una palabra parecían conocerse por completo Eran tan excitante verlos haciéndolo, ver sus rostros insaciables pidiendo más y más. Hasta que ella empezó a gritar.
Y no era un grito de placer, era dolor.
Ella sufría, le dolía, no podía más. Él salió de adentro de ella y la miraba sin entender nada.
Le sangraban las piernas; más tarde el sangraban los brazos y las muñecas. Marcas rojas empezaron a dibujarse en su piel.Ella solo podía gritar del dolor.
Me desperté.
Miré hacia un costado y estaba él.
Lo abracé, y seguí durmiendo.
Al despertarme, supe que nada existía y eché a llorar.
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